A la mañana la manicura le había pintado
las uñas largas de color carmesí. También ese día había ido a yoga y se había
teñido ella misma el pelo de rubio. Se preparaba para la noche del sábado; había
baile en el Club de los jubilados.
Mientras se acomodaba los ruleros frente
al espejo sonó el teléfono. “Debe ser la nena” pensó. La “nena” era su única
hija, una mujer de casi cincuenta años que la llamaba todas las tardes para ver
cómo estaba.
Caminó con pasos cortos, en desabillé y
pantuflas, y atendió. Escuchó la voz de un hombre muy mayor que le pedía un
turno con un médico.
—No señor, equivocado —respondió de forma seca, casi automática. La
llamaban por error varias veces a la semana.
—¿Hablo con el Instituto Cardiovascular de la calle 13?
— No, no es aquí. ¿Con qué número quiere hablar?
—¿Cómo dice? Disculpe, no la escuché bien —respondió el hombre. Tenía
la voz rasgada y se lo escuchaba desconcertado.
—Le pregunté a qué número quiere llamar —ella alzó la voz.
—Me dijeron que pida un turno al
433-36-64.
—Claro pero esto es una casa particular, no una clínica. Usted marcó
el 4-3-3-3-3-6-4 —le dictó.
—Ah, disculpe la molestia, muchas gracias.
—No se preocupe, pasa todo el tiempo, mucha gente se confunde porque hay
muchos números tres.
—Entonces volveré a marcar, gracias de nuevo, no me ha dicho su nombre…
—Élida —mintió. O no. En realidad era su segundo nombre pero nadie la
llamaba así. Todos la conocían por su primer nombre: Estrella. A los 81 años de
edad, y acostumbrada a ver en la televisión las noticias de jubiladas estafadas
con “el cuento del tío”, tomaba algunas precauciones. Al fin de cuentas el
hombre era un desconocido.
Pero el desconocido luego se presentó con
nombre y apellido: Oscar Quincoces. Y la
piropeó.
—Qué linda voz tiene, Élida.
Hablaron
un rato largo. Fue a fines de agosto del 2006.
Antes de cortar, Oscar le preguntó si
podía volver a llamarla otro día para seguir conversando. La respuesta de
Estrella fue tan frontal como su personalidad.
—Llame, total usted es el que gasta.
Esa misma noche con neblina, acostada en la cama, y
escuchando un tango escribió en su diario: “Hoy llamó un desconocido, Oscar, 81 años, una voz en la noche busca señora para compañía”. Lo que no sabía en ese
momento era que tres meses más tarde se encontrarían en una plaza. Ella
llevaría un libro en su mano para que él la reconociera y él—contaría
Estrella riéndose años después—tendría puesto un saco oscuro que no le cerraba.
Tampoco sabía esa noche previa a la tormenta de Santa Rosa que ella volvería a
escribir en ese mismo renglón del cuaderno y que agregaría: “Nos enamoramos”.
[Foto sacada en el 2010. Festejando los 85 años de Estrella]
*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra
2 comentarios:
Gilda me gustó mucho la historia!
mi abuelo se puso de novio hace poco. Ella no lo conocía y el le cayó a la casa con una docena de rosas. Ja.
un abrazo
Gracias María! :)
Qué genio tu abuelo!
Oscar iba siempre de saco y corbata a visitarla y nunca caía con las manos vacías. Le llevaba facturas, algún chocolate, una cerveza o un vinito. Definitivamente románticos eran los de antes! Larga vida a estas historias de abuelos!
Abrazo grande
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