—A
este ritmo vamos a perder el colectivo —dijo
Josefina mientras estábamos tiradas como focas en las playas del sur de Mar del
Plata.
—Uy,
sí. Mejor levantemos campamento ahora —contestó
Paz. Con mis tres amigas agarramos las lonas, guardamos el equipo de mate y salimos
a buscar el auto para ir a la
Terminal. Nos movimos en manada, sacudiéndonos la arena. Había tanta gente que era imposible contar un secreto sin
que lo supieran todos.
Tomamos
el camino de la costa para apreciar la vista de “La Feliz " pero fue la peor
decisión. La costanera estaba repleta: había autos, remises, autobuses y hasta
trencitos de la alegría con hombres araña bailando. El sol nos pegaba de frente
y el aire estaba viciado; olía a pochoclo quemado. Pasados unos veinte minutos sólo
habíamos avanzando un kilómetro. Paz, la única marplatense, tocó bocina y
cambió de carril varias veces, sin éxito. Miramos la hora: el colectivo salía
en quince minutos. Ella conocía un atajo. A la mierda la vista desde la
costanera, el mar, la espuma de las olas y los veleros. Hizo una maniobra
brusca, metió varios cambios, se le salieron las ojotas, cruzó la avenida
costera y finalmente aceleró por una calle escondida. Recibió insultos de todos
lados. Hacía pocos meses que había sacado el registro de conducir.
En
el camino pensamos la estrategia. Pilar correría a la plataforma para parar al
conductor. “Llorá si es necesario” le sugirió Paz mientras le daba los pasajes.
Ella buscaría dónde estacionar y yo agarraría los bolsos.
—Chicas
esperen, necesito comprarme un jugo de naranja, me siento mal—dijo
sudando Josefina, diabética desde los tres años. Sabía que estaba teniendo una
hipoglucemia y que necesitaba tomar algo dulce para recomponerse.
Cuando
llegamos las cuatro nos dispersamos. Josefina salió corriendo en busca del
jugo. Pilar gritó: “Paren, paren” y consiguió frenar al conductor que ya estaba
arrancando. No llegó a llorar pero tuvo
que apelar al golpe bajo contando la enfermedad de su amiga.
Mientras
tanto yo sacaba apurada todas las cosas del baúl y no me alcanzaban las manos.
Agarré las tres mochilas, me enrollé en las muñecas las mallas que quedaron
sueltas, y hasta llegué a morder unas ojotas llenas de arena. Todavía me quedaban
la sombrilla y las reposeras. Corrí
lo más rápido que pude y me choqué con un vendedor ambulante que me miró con
odio. Se me iban cayendo las cosas en el camino. Las tiras de las mochilas me
raspaban, me hacían arder los hombros colorados y el bronceador de zanahoria me
empezaba a chorrear por la axila.
—Ahí
vienen —gritó Pilar al chofer. Josefina llegó al mismo tiempo con
su Cepita en la mano y recuperando el tono natural de su piel. Las tres subimos
al micro con torpeza y sin mirar hacia atrás.
A Paz nunca la despedimos. No sabemos si
encontró lugar; creemos que todavía no sabe estacionar. Ojalá la policía no la
haya detenido porque cuando llegamos vimos que en el apuro nos habíamos llevado
su carnet de conducir.
*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra
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