viernes, 8 de noviembre de 2013

Street Art en Montevideo


Es la cuarta vez que piso el suelo montevideano. Tengo poco tiempo para recorrer la ciudad y antes de volver a ver los lugares turísticos que ya conozco decido salir a caminar por ahí sin rumbo fijo. Llevo conmigo tres fieles compañeros de ruta: el equipo de mate (como buena argentina) un cuaderno de viajes y la cámara de fotos.
Lo único que sé es que en algún momento tengo ganas de llegar a la rambla. Quiero sentarme a mirar el Río de La Plata,  el más ancho del mundo.  Es un martes de primavera pero a las once de la mañana hace tanto calor que parece verano. Necesito sacarme las zapatillas y pisar la arena. Extraño la sensación de poner los pies sobre el agua.


      Porque Montevideo tiene eso de especial. Si bien es la capital de un país, no lo parece. Mientras que Buenos Aires le da la espalda al río, Montevideo lo mira. En Montevideo no se escuchan bocinazos y los pocos que se oyen son entre colectiveros que se saludan. Los uruguayos caminan despacio, con el ánimo bien relajado y con un termo –que parece pegado con la gotita– debajo del brazo. Hay algo de ese clima tranquilo que se contagia, me desacelera y me relaja.
Camino en dirección al río. No sé con qué me voy a encontrar en el camino pero me pongo en modo viajero ON y elijo al azar una calle que se llama Juan D. Jackson. Camino y observo. Miro para arriba y miro para abajo pero sobre todo miro para mis costados y empiezo a recorrer la ciudad a través de sus paredes.

Hace ya varios viajes, sobre todo desde el último a Valparaíso, que me detengo a fotografiar el arte urbano de cada lugar. En vez de entrar a museos que suelen aburrirme prefiero estos museos de arte viviente, al aire libre, llenos de mensajes políticos, sociales o decorativos. Muchas veces son estas expresiones callejeras las que más muestran la cultura local y las que miden el termómetro del momento social que se está viviendo en un lugar. Esos momentos que no aparecen retratados en los museos tradicionales.
Cada dos o tres cuadras sobre la calle Jackson descubro un montón de paredes pintadas. En los murales hay variedad de técnicas, de colores y de estilos. 






                     


En Ciudad Vieja 



¿Qué te pasa Montevideo que estás sedienta de amor?









En el camino también encuentro grafittis graciosos y creativos, esos que cuando dos personas desconocidas lo leen al mismo tiempo hacen que se unan en una
sonrisa cómplice. 




Los murales de Montevideo hasta decoran las escalinatas de la rambla. ¿Reconocen a Olga, el monstruo imaginario y  querido personaje de la historieta de Liniers?



Cuando pienso que voy a dar por terminado el paseo de la mañana decido cruzar el Parque Rodó, uno de los principales parques de Montevideo. Pero allí otra intervención callejera me sorprende y esta vez puedo ver cómo la realizan en vivo y en directo. Sobre una mesa improvisada hay varios tachos de pinturas con colores fuertes, pinceles nuevos, otros gastados y varios bocetos de dibujos. Siete artistas están pintando lanchas.
Esta movida pertenece a un proyecto independiente que se llama “1lancha, 1 artista” y es una iniciativa que invita a treinta artistas a pintar las treinta lanchas del lago del Parque. La intención de las realizadoras Melina Scherzer, Julia Saldain, Antar Kuri y Verónika Herszhorn es mejorar y renovar el parque, y al mismo tiempo, aprovechar este espacio para el intercambio artístico y cultural.



Cuando vuelvo a Argentina decido buscar en internet los artistas montevideanos y para mi sorpresa encuentro una página muy útil: Street Art Uruguay. Carolina Curbelo, Sebastián Borrazás y Santiago Alonso reúnen en un mapa online la mayoría de los murales de la ciudad, y en un futuro de todo el país. Street Art busca dar información sobre los autores de las intervenciones, así como difundir la movida de street art local. El proyecto está abierto a todo el que quiera sumarse enviando fotos y facilitando la dirección, una fotografía y el autor si se lo conoce. 
Una buena guía de obras callejeras para los turistas y los locales así como también para los mismos artistas quienes en especial saben lo vulnerable y efímero que pueden ser sus obras. 

miércoles, 2 de octubre de 2013

Diagonales inundadas

A seis meses de las inundaciones...

“Entró 1,70 mts de agua en casa” decía el mensaje de texto de mi madre. El celular hizo un pitido y luego se quedó mudo con la batería muerta.
Eran las siete de la mañana del miércoles 3 de abril del 2013. La lluvia había parado y amanecía en la ciudad de La Plata.
Había estado toda la noche esperando a que el agua de la calle bajara. Desde la una de la madrugada estuve mirando fijo el techo y con el teléfono entre mis manos. Lo había apretado tanto que me dolían los nudillos. Lo hacía creyendo que eso era suficiente para que sonara. Necesitaba que sonara. Ahora sabía que mi mamá y mi gato habían pasado la noche con una pileta en el living. Pero todavía hacía más de doce horas que no sabía dónde estaban mi papá y mi hermano.
Di vueltas en la cama y traté de no pensar pero no pude. En mi mente pasaban las imágenes de la noche anterior. Había tenido que atravesar toda la ciudad para llegar a un lugar a salvo. Tardé cinco horas en llegar a lo de mi novio. En el camino me encontré con vecinos en gomones evacuando ancianos muertos de frío, parques convertidos en lagunas y 4x4 encimadas como si fueran juguetes. Vi perros nadando y gatos flotando en un río marrón y furioso que levantaba autos y arrancaba árboles de cuajo. El agua estaba fría y la ciudad oscura.  
La noche del martes 2 de abril fue la más larga de mi vida. Después me enteraría de que esa noche llovieron 400 milímetros en 4 horas, una cifra récord en la ciudad de La Plata. Que esa noche 190 mil platenses fueron afectados y 2.200 evacuados. Que esa noche se sufrieron pérdidas por $ 3.400 millones. Que esa noche murieron –según el listado oficial– 78 personas pero que en las versiones de los vecinos los cadáveres rondaban los 300. Días más tarde también me enteraría de que uno de los barrios más afectados fue el de Tolosa: el barrio de mi adolescencia. Y el barrio donde aún vivía mi madre.
Hacia allá fui. Caminé cincuenta cuadras. El primer impulso fue salir a la calle sin mirar hacia adentro de las casas. Muchos hicimos lo mismo, caminamos lentos como zombis después de un bombardeo, tratando de comprender qué había pasado. La gente no estaba preparada. Las calles platenses parecían escenarios de cine catástrofe como “Tsunami” o “Twister”. Una línea oscura como el petróleo marcaba hasta donde había subido el agua en las paredes de las casas.
 Me costó llegar a Tolosa. A las once de la mañana todavía la Prefectura Naval impedía el ingreso a la calle de mi madre y los Bomberos seguían evacuando gente. Desde la esquina pude ver el rescate de Rulo, una viejita de unos 80 años que vivía al lado. Estaba con unas pantuflas y a caballito de un gendarme. En ese momento un fotógrafo que se colaba por ahí con el agua hasta las rodillas le sacó una fotografía. Luego supe que era de la Agence France-Presse (AFP) y que sería la foto de tapa de La Nación y del New York Times del día siguiente.

–Ay, no me digas que se me vio la bombacha –le dijo Rulo a sus nietas cuando le contaron. En la inundación había perdido todo. Lo que no dijeron los diarios fue que en verdad no la rescató el gendarme morocho y robusto de la foto. El héroe anónimo se llamaba Agustín, un joven que se había mudado recientemente al departamento de arriba y que apenas el agua empezó a subir se acordó de que Rulo vivía sola y que medía un metro y medio. No sólo la ayudó a ella; otras diez personas desconocidas pasaron la noche en su mono ambiente.
No era la única que buscaba familiares por la zona en ese momento. En la cuadra siguiente había otra hija que como yo quería saber cómo estaba su madre. De repente sentí un fuerte zumbido y el agua estancada que se movía en forma de círculos. Desde la ventana de su casa y detrás de las rejas, Ofelia Wilhelm miró para arriba y supo que era ella. Con botas de lluvia y pantalón la presidenta Cristina Fernández de Kirchner bajó de un helicóptero, se emocionó al ver a su madre y luego caminó por Tolosa. Recibió tantos gestos de apoyo como de repudio.
¡Mi vieja está muerta, la tuya se salvó! le gritó un vecino.
Yo me sentía huérfana. Seguía sin saber cómo estaba la mía y recién a las cuatro de la tarde supe que mi padre y mi hermano de un año estaban bien. Habían pasado toda la noche en la calle, refugiados en un auto.   
No aguanté más, puse el celular y la plata en una ziploc en un bolsillo de la campera, me até bien los cordones y decidí cruzar la calle 8 con el agua por la cintura. Cuando llegué la puerta de madera estaba hinchada. Golpeé fuerte.
Ay, hija casi te quedas sin fotos de tu infancia, las voy a recuperar, están arriba secándose –fue lo primero que dijo con lágrimas en los ojos.
       Suspiró hondo, meneando la cabeza. Hubo unos segundos incómodos. Mientras nos abrazamos vi secándose el álbum rosa de bebé. Estaba manchado de un barro negro y resbaloso. Detrás estaba mi gato Carbón, tan asustado como el primer día que llegó, cuando cabía en la palma de mi mano, hace 16 años.
Olía a humedad; yo sentía los ojos cansados. Miré la biblioteca y estaba llena de libros mojados.
Esto es un lujo, hay vecinos que perdieron todo, vamos ayudar a Silvia –dijo mi madre. Desde la planta alta vi el patio trasero de la casa de al lado. Allí la mujer apenas sosteniéndose en pie, con el palo del secador de piso en las manos, no podía hacer otra cosa que llorar.
Encontré a Tini. Pensé que se iba a subir al techo, no entiendo por qué no lo hizo. No quiero que lo vean los nenes. Está en la cocina, no puedo –nos dijo la vecina.

Como no lo conocía fui yo. En la casa había un olor nauseabundo. Tomé coraje y caminé a oscuras. Estuve unos segundos buscando hasta que lo vi. Debajo de la heladera tumbada se asomaba la cola del gato, atigrada y rígida. Corrí un poco la heladera y  vi sus ojos; tenían las pupilas dilatadas. Había sufrido. Me mordí los labios y actué con frialdad. Con unos guantes tomé su cuerpo duro y lo envolví en varias bolsas. Me tapé la nariz y en silencio salí a la calle donde todos dejábamos pedazos de nuestras vidas en la vereda del barrio.

Horas más tarde, con el cuerpo exhausto pero acostada en un colchón seco recordé esos ojos pardos y compasivos y lloré hasta dormirme.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Una voz en la noche busca señora para compañía (Parte II)

Si querés leer antes la parte I podés hacerlo acá.

La primera vez que hablaron fue por teléfono y por error. Él quería pedir un turno con el cardiólogo y marcó mal. Pero le gustó tanto la voz femenina que escuchó del otro lado que siguió llamándola todas las tardes durante tres meses. Un día caluroso de noviembre se encontraron en la Plaza Belgrano. Ella llevaba un libro para que él la reconociera. Era la primera vez que se veían.
Él –cuerpo fornido, frente ancha y orejas largas– vestía un saco oscuro que no le cerraba. Era ebanista y había enviudado hacía unos pocos años. Ella –petisa y con el pelo teñido de rubio– era modista y aunque le demandaba más tiempo enhebrar las agujas seguía haciéndose su propia ropa. Tenía el cutis hidratado, las uñas cuidadas y los labios color carmesí. Cada vez que podía se restaba más de once años. Y la gente le creía.
Ese día se comprometieron a ser compañeros. Ese día Oscar y Estrella tenían 81 años de vida y de mañas.
Sus primeras citas consistían en salidas a la plaza. Se sentaban en un banco mirando al sol. Hablaban de cualquier cosa. Él estaba bastante sordo y ella hablaba en voz baja. La mayoría de las veces los temas quedaban inconclusos y Estrella terminaba afónica. Otras veces, cuando Oscar recordaba mucho a su esposa fallecida, ella le cambiaba el tema abruptamente.
–A mí se me murieron ya tres maridos y no por eso voy a andar hablando todo el tiempo de ellos –les decía a sus amigas y aunque lo quería disimular se ponía celosa.
Se veían mínimo dos veces por semana. Mientras caminaban juntos por las calles empedradas del barrio sentían una oleada de vértigo. Iban despacio pero muchas veces alguno de los dos trastabillaba. Entonces el otro intentaba sostenerlo del brazo con fuerza y devolverle el equilibrio. Guardaban esos tropiezos como un gran secreto.
En los días fríos se veían en la casa de Estrella. Oscar iba siempre de traje y nunca con las manos vacías. Le llevaba tortas negras y masas finas para acompañar el té o uno vino para las empanadas caseras que ella le preparaba. Pasaban horas charlando y sentados en la misma posición; ella en la cabecera y él, a su derecha. Otras veces no tenían ganas de hablar. Entonces se quedaban en silencio y jugaban a las cartas. Y cuando comían mucho ella se acercaba al mueble del living, sacaba una botella y le convidaba una tapita de fernet puro.
–Tomá, es digestivo –le decía. Después le recordaba que ya era hora de que se fuera. Era militante del taza-taza. Pero cuando Oscar se iba a Jujuy por varios días a visitar a sus nietos Estrella se apagaba como una luz. A su regreso le decía que estaba más gordo, le palpaba los rollos y apoyaba su pequeña cabeza en la panza con una sonrisa. Era su forma de decirle que lo había extrañado.
A los 84 años a Estrella le diagnosticaron cáncer pero quería curarse. A los 87, ya no. Dejó de arreglarse. No le convencía la peluca que tenía. Le decía a Oscar que no quería que la viera así. Pero él iba igual. Las señoras que la cuidaban los dejaban un tiempo a solas. Se miraban intensamente hasta que él tomaba la iniciativa.
–¿Estás bien?
Ella se quedaba muda durante unos segundos esperando que él supiera ver en esos ojos frágiles una respuesta. Entonces hacía una leve mueca con sus labios que parecía sonrisa y le contestaba.
–Sí, estoy bien.
Casi siempre era mentira.
Las visitas eran cada vez más cortas. Él se acomodaba una silla al lado de su cama y le contaba cómo estaba el día afuera. Otras veces le leía el diario. Y otras simplemente le tomaba las manos llenas de venas blandas, azules y pinchadas y la miraba en silencio.
–Vení Oscar, acóstate al lado mío y dormí.
Él se sacaba los zapatos, se estiraba un poco el saco y se acostaba encima del acolchado. Ella lo agarraba fuerte de la mano y cerraba los ojos. Los dos roncaban.
 Un día en esas siestas largas Estrella soñó que sus seis hermanos muertos, vestidos de blanco, la venían a buscar. Cuando despertó supo que quería irse con ellos. Y desde aquel día hasta el último que estuvo consciente cada vez que Oscar la saludaba ella le respondía con un cálido gracias.
Se lo decía despacio y dulcemente sabiendo que podía ser la última vez que él escuchara su voz. 

*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra

viernes, 13 de septiembre de 2013

La otra lengua

El universo de los sordos por una periodista que estudia lenguaje de señas. 
Hija ¿estás sorda? me preguntaba mi madre cada vez que llegaba del trabajo. Se acercaba al sillón donde estaba acostada mirando los dibujos animados y me daba un beso en la frente. Acto seguido bajaba el volumen del televisor. Decía que escuchaba con el sonido muy alto y que miraba muy de cerca la pantalla. Si bien la mayoría de las veces no sentía el ruido de las llaves en la cerradura y me sorprendía su llegada, yo no notaba que escuchara mal. Pero mis padres se dieron cuenta de que a veces no respondía ante un primer llamado y que también preguntaba muchas veces "qué". Tomaron estas señales como alerta y sospecharon que algo andaba mal en mis oídos.
Ya desde bebé había sufrido muchas infecciones en el tímpano. La otitis, muy común en los niños, era un clásico en mi libreta sanitaria. Cada dos meses la padecía. Unas gotas de antibiótico en el oído y un tiempo sin bañarme era la solución que proponía el pediatra para evitar complicaciones. Mientras que mi madre me tumbaba de lado sujetándome las manos, mi padre me tiraba la oreja ligeramente hacia atrás y con paciencia me echaba el número exacto de gotas aconsejado, aunque no siempre funcionaba. Una vez ronqué tan fuerte que mi tía preguntó quién era el hombre que estaba durmiendo en mi habitación.
¿Cómo que es Gilda? Parece el ronquido de alguien que fumó toda la vida, pobrecita la nena dijo.
Yo era un bebé.
Como los episodios de otitis seguían siendo recurrentes mis padres decidieron acudir a un especialista. El otorrinolaringólogo les ordenó hacerme una audiometría, que sirve para determinar si una persona oye bien o no. En ese entonces tenía seis años. El doctor me llevó a una cabina insonora: el piso estaba alfombrado y tenía las paredes cubiertas de paneles enchapados rellenos con espuma. Me senté cómodamente y me indicó ponerme unos auriculares que estaban colgados de la pared.
¿Podés escuchar este sonido?me preguntó a la vez que él apretaba unos botones de distintos colores. El especialista, detrás de un vidrio, reproducía una serie de sonidos de mayor a menor volumen y yo tenía que levantar la mano cada vez que los escuchaba. Para mí fue un juego que duró veinte minutos; desde adentro de la cabina jugaba a ser periodista. En mi imaginación le hacía señas al operador para grabar el programa en el estudio de radio.
Al final los resultados de la audiometría mostraron que tenía una disminución en la audición y los médicos aconsejaron operarme. Decidieron ponerme diábolos, unos tubitos que se colocan en el oído y que son más pequeños que un grano de arroz. Fue en la Clínica del Niño durante un verano. Una enfermera me hizo soplar un globo rojo y después no me acuerdo más nada. Mis padres recuerdan que duró unos pocos minutos. La anestesia general me impidió sentir cómo primero me hicieron una incisión en el tímpano y luego me extrajeron el moco para después terminar poniéndome los diábolos y así permitir que el oído se ventilara. El doctor nos había dicho que se caerían solos después de unos meses. Pero no fue así y al año él mismo me los sacó. Por fin me deshacía de ellos, o al menos eso creí.

Porque en realidad los diábolos quedaron en casa. Los encontré, luego de muchos años, dentro de una pequeña caja verde. Yo estaba buscando unos aros y ahí estaban ellos, mis aparatos correctivos, junto a mis dientes de leche. Mi vieja aún los conservaba. Habían sobrevivido a diez mudanzas y tres inundaciones. Los miré como si fueran dos acertijos. Como si guardaran información sobre mí.

***
Encontré mis diábolos en el 2011, el año en el que empecé a aprender lenguaje de señas. Nunca había relacionado mi necesidad de aprendizaje con el episodio de mi infancia, pero esos adminículos estaban ahí, en esa caja, para hablar de un comienzo. Lo que sucedía, en el 2011, era apenas la continuación.
Aún recuerdo la primera clase. Estaba ansiosa. Caminé a las apuradas con mi cuaderno bajo el brazo creyendo que se me hacía tarde. Cuando llegué a la Asociación Sordomudos La Plata toqué timbre y esperé. No pasó nada. Volví a tocar. Nada; no escuché ni siquiera el sonido del timbre. Pensé que quizás no andaba. Me soné entonces los dedos y golpeé con fuerza la puerta pero tampoco hubo respuesta. Al instante llegó un hombre, sacó un manojo de llaves y abrió. Sin hablar me señaló las escaleras. Luego cerró la puerta. Subí al primer piso y de a poco fueron llegando también los que supuse serían mis compañeros. Éramos alrededor de veinte. Pero el timbre nunca sonaba y no entendía qué pasaba. Hasta que lo vi. Una lámpara redonda, colgada de la pared, se encendía avisando cada vez que alguien llegaba al lugar. El lenguaje era visual: eso fue lo primero que aprendí aquel día en la clase de lengua de señas argentinas (LSA). Lo que en ese momento no sabía era que lejos de ser una experiencia pasajera seguiría estudiándola todos los jueves durante estos tres últimos años. Y que hasta podría llegar a entrevistar a alguien sin emitir una sola palabra.
Como en todas las primeras clases hubo una breve introducción de los profesores y de los alumnos. La particularidad de ese taller era que el profesor era sordo. Gustavo tez oscura y rostro cuadrado cubierto de barba se presentó haciendo una sucesión rápida de movimientos con las manos. El primer contacto me resultó caótico y hasta paralizante. No le había entendido nada. A su lado Soledad, una intérprete de rulos color caoba, le dijo en señas que lo hiciera más despacio. Entonces él con paciencia dibujó en el aire un tacho de pintura grande, metió un rodillo y pintó sobre una pared imaginaria. Además de sordomudo, era pintor.
Gustavo luego nos hizo sentar en ronda para leernos los labios y nos enseñó el abecedario en LSA. Letra por letra, lentamente, movía sus manos en varias direcciones. Nosotros lo imitábamos concentrados y en silencio. Parecíamos mimos. Después, uno por uno, teníamos que pasar al frente para deletrear nuestro nombre. Cuando llegó mi turno pensé en lo me suele pasar siempre que me presento. Gilda es un nombre poco común en Argentina y se relaciona con dos famosas. Según los años de la persona que me escuche decirlo pueden ocurrir dos situaciones: o relacionan el nombre con la película de Rita Hayworth o lo conectan con el nombre de la cantante bailantera y me piden que les cante una canción. En ambos casos, todos sienten que tienen que hacer algún comentario al respecto. Y cansa.
Pero esa vez fue diferente. En un mundo de sordos, Gilda la bailantera no existe. Deletreé mi nombre con miedo a equivocarme. Agradecí incluso que fuera un nombre corto. De repente vi que Gustavo sonrió y  movió sus manos con los cinco dedos abiertos a la altura de la cabeza; lo miré desconcertada.
Está aplaudiendo, lo hiciste muy bien. Ahora te va a elegir un apodo. Cada persona que forma parte de una comunidad de sordos tiene una seña diferente que lo identifica. Los sordos tienden a ponernos un apodo en vez de llamarnos por los nombres. Lo eligen casi siempre por algo visual. El mío es así dijo Soledad y se golpeteó la nariz con el dedo índice. En ese lugar tenía puesto un aro.
Gustavo se tomó la pera, me miró de pies a cabeza, y se detuvo en mi cuello. Era un jueves otoñal y estaba empezando a hacer frío por lo que yo llevaba puesto un pañuelo grande y azul. Haciendo mímica se enredó una bufanda en el cuello y me explicó que si frotaba el dedo mayor con el pulgar y movía la mano en forma horizontal a la altura de la boca en lengua de señas eso significaba azul. Fue mi primer apodo: pañuelo azul.
Pero llegaron los días primaverales, en el aula hacía calor y dejé de usar el pañuelo. Con el correr de las clases conocí a otros sordos que no entendían el por qué de mi apodo y decidieron cambiármelo por uno que me identificara más. Entre cargadas de fútbol se enteraron que desde chica soy hincha del Club Gimnasia y Esgrima de La Plata. Desde entonces saben muy bien cómo llamarme. Cada vez que lo hacen simulan con sus manos una trompa que sale desde la boca y la nariz. Es la trompa de un lobo: ese —“lobo” es el apodo con el que nos conocen a los hinchas de Gimnasia.
***
Llegué a mi apodo final Lobo conociendo ya las claves básicas de la lengua de señas. La piedra fundamental la había puesto una profesora, una tarde fría de agosto, cuando se puso de pie, se acercó al pizarrón y con un fibrón rojo anotó:
*Español =  Ayer yo fui a la casa de mi abuela
*Lengua de Señas Argentina = Ayer yo casa mi abuela ir
“La gramática entre el español y la LSA es diferente” dijo la mujer con sus manos. Como estaba oralizada la acompañaba una voz fuerte que salía expulsada como por un tubo.
            Como cualquier lengua, la de señas también tiene una gramática particular. En español se usa sujeto, verbo y objeto. Y muchos modos y tiempos verbales.  En cambio la gramática de los sordos es más simple. Primero sacan lo que no les sirve: artículos, contracciones y algunas preposiciones. Después pasan el verbo al infinitivo y lo ponen al final de la oración. Es muy importante marcar con las manos el tiempo (pasado, presente, futuro) y quién realiza la acción.
Todo esto me lo enseñó el año pasado aquella profesora sorda. Se llamaba Laura, tenía cuarenta y largos, llevaba el pelo rubio con flequillo y usaba anteojos. Veinte años atrás, cuando ella había terminado la secundaria, había querido ser maestra para chicos hipoacúsicos. Le gustaba enseñar a los más pequeños: a los de tres, cuatro y cinco años. Pero cuando se fue anotar al Profesorado de Educación Especial no la dejaron.
Me rechazaron por ser discapacitada balbuceó y al mismo tiempo con sus manos hizo la seña de discriminación: mantuvo la mano izquierda con la palma para arriba y con la mano derecha la barrió.
Su nacimiento había sido normal pero tuvo tan poco tiempo para escuchar la voz de su madre que no recuerda cómo suena. A tan solo seis meses de haber nacido en la Ciudad de La Plata los médicos le descubrieron un tumor en una pierna. A Laura la operaron de urgencia y fue un éxito. Pero sus padres después no se dieron cuenta de que algo andaba mal en sus oídos; no había en su familia ningún antecedente de discapacidad de ningún tipo.  Fue su vecina la primera en percibir conductas fuera de lo normal. Decía que la nena gritaba mucho y entonces la llevaron a un especialista del oído. Fue entonces cuando la declararon sorda: la culpa había sido de los fuertes antibióticos.
En un comienzo, esa condición no afectó su escolaridad: Laura de chica iba a un jardín de infantes “normal”. Pero cuando pasó a primer grado la cambiaron a una escuela especial. Había crecido en un país y una institución escolar que no daba cabida a los sordos. En ese entonces no había proyectos de integración como los hay ahora. En la escuela Santa María aprendió la lengua de señas.
“Me fue muy fácil”, contó en la clase y sus manos bailaban mientras asentía con la cabeza.
Luego continuó: una monja del colegio intervino para que pudiera seguir sus estudios en la escuela “normal”. Así fue como hizo el secundario en la escuela Santa Margarita junto con una amiga que también era sorda. Allí las obligaban a oralizar, aún cuando no siempre comprendieran lo que se les estaba explicando. Se acompañaban mutuamente. Pero lo hacían a escondidas. Si las descubrían hablando con las manos las monjas las castigaban y las mandaban a la dirección.
Hoy, veinte años después, se anotó en el Instituto Superior de Formación Docente y Técnica Nº 9 de la ciudad de La Plata. Allí dictan el Profesorado de Educación Especial con orientación en alteraciones sensoriales: hipoacusia y sordera. Sus compañeros de trabajo la alientan. Y su familia, compuesta por su esposo sordo y dos hijos oyentes que ya van a la universidad, también la apoyan.
“Ahora estudiar me cuesta un poco más, perdí muchas palabras” reconoce Laura a través de una rápida sucesión de señas. Sabe además que, de continuar la carrera y hacerla en término, se recibirá dentro de cuatro años, cuando ella tenga hace cuentas 51 años.
Hace el gesto de un bastón y se ríe con fuerza. 
***
Estudien, pregúntenle a Laura las dudas y practiquen mucho con sus compañeros. Acuérdense que el próximo jueves tienen el examen dijo Valeria, la intérprete que acompañaba a la profesora sorda en el segundo año de las clases.
Ese jueves había clase de repaso.
No me acuerdo nada de geografía, ¿Te acordás como era México? me preguntó una compañera que se llamaba Lucía. Se había anotado porque su mejor amiga de la facultad era hija de padres sordos y cada vez que ellos le convidaban un mate cuando iba a estudiar Lucía se quedaba afuera de las conversaciones.
Esperá que me fijo en mis apuntes le contesté.
Abrí mi cuaderno. Era similar a un diccionario. Ponía la palabra y después de ella una descripción lo más puntillosa posible para no olvidar ningún detalle de la seña: el movimiento, la dirección, la ubicación y la orientación de las manos. En una fotocopia también tenía mi ayuda memoria con las configuraciones que nos habían enseñando el primer año. Eran dibujos que mostraban las posturas de la mano al momento de realizar una seña.
Acá encontré la clase de geografía dije. Había garabatos y tachaduras. Cuando me detuve en la descripción de México me reí sola. Algunos compañeros tenían una gran facilidad para dibujar las manos y sus posiciones y así tomaban apuntes. Pero como yo era mala dibujante, a veces mi técnica consistía solamente en anotar la palabra  y escribir lo primero que se me venía a la mente. En la descripción del país del tequila había escrito: “pistolitas al cielo”. Entonces hice una “L” con el índice y el pulgar, en forma de pistolas, y las agité al aire arriba de la cabeza.
Por suerte no era la única que hacía esto.
Mayo es como una gallina con frío dijo Mercedes, una compañera que se transformó en amiga. Luego con los codos flexionados cerró los puños y tiritó. Ella me contó que le había enseñado a su novio LSA y lo utilizaba en su vida diaria. Cuando iban juntos a un boliche y la música estaba muy fuerte le hablaba con las manos. Así le pedía que le comprara una cerveza o le avisaba cuando iba al baño. Otras veces, cuando jugaban al frisbee armaban una jugada en señas y los contrincantes nunca se enteraban.
Así entre mates pasaban las clases, jugando a quién hacía las descripciones más ingeniosas. Excepto Milena, una chica de ojos grandes y oscuros que no tomaba apuntes ni dibujaba; ella prefería mirar fijo a la profesora sorda y acordarse las señas. Tenía una muy buena memoria. Su apodo —que se hacía marcando sus cejas anchas hacía referencia a su descendencia turca.  Era esde Mármol, una localidad del partido de Almirante Brown en el Gran Buenos Aires, pero cuando terminó la secundaria se mudó a La Plata para estudiar en la universidad. Al poco tiempo dejó la carrera; sentía que no tenía constancia para el estudio y entonces se dedicó a trabajar. Consiguió un puesto en la mesa de ayuda del Poder Judicial de la Provincia de Buenos Aires.
Un día cualquiera, en su trabajo, sucedió un imprevisto. Un hombre se acercó a pedir ayuda sin emitir palabra.
¿Qué necesitás? Discúlpame pero no te entiendo le dijo Milena cuando el hombre intentaba expresarse. Llevaba papeles, venía de otro juzgado y ella no sabía quién era, qué quería y a dónde tenía que llevar lo que tenía en la mano. La situación la inquietó. Y ese mismo día supo que había un aprendizaje en el que sí podía ser constante: el del lenguaje de señas. Empezó de inmediato. A las semanas siguientes, cuando se volvió a cruzar al hombre sordo, pudo hablarle con las pocas palabras que le habían enseñado. Y sintió que, por primera vez en su vida, valía la pena estudiar. 
***
A nadie le gustan los trámites. Pero para un sordo intuyodebe ser todavía peor. Y para un sordo que debe enfrentar la burocracia más temible, la del Poder Judicial, el desamparo tal vez sea casi insoportable. Lo supe cuando leí una entrevista a Mabel Remón, la única perito intérprete de sordos de la Corte Suprema de Justicia, la directora del Programa Nacional de Asistencia para las Personas con Discapacidad en sus Relaciones con la Administración de Justicia (ADAJUS) y la traductora oficial de los discursos presidenciales al lenguaje de señas. Remón asiste a las personas sordas que tienen problemas con la ley. Las ayuda a que puedan defenderse y, en muchos casos, incluso a que sepan de qué se las está acusando. «A veces ni siquiera entienden el delito que cometieron –dijo en esa entrevista–. Las personas ciegas pueden expresarse en el mismo idioma que habla el resto, pero las sordas siempre son traducidas: no existe para ellas la primera persona. La falta de audición les impide contarse a sí mismas y las priva del conocimiento de la norma social. Si una persona sorda, por ejemplo, está en un bar y lee los labios de todo el mundo, no sabe que eso está mal: no sabe que esa información a la que accede es privada. No tiene forma de saber que esas palabras no están siendo escuchadas por el resto. Y este factor, que parece un detalle, a veces desencadena historias desgarradoras».
              Vine a ver a Mabel Remón una mujer morocha y de pómulos pronunciados para que hable de su intemperie. En la mesa de su despacho hay unos cuantos papeles, un pote de yogurt light, un florero y un portarretrato en el que se la ve abrazada a la presidenta. Desde hace años Remón traduce los discursos de Cristina Fernández De Kirchner. Su eficiencia es tal que en 2012 Remón se hizo conocida mediáticamente por su resistencia física bajo el incorrecto apodo de «La Muda». Sucedió en marzo del año pasado, cuando Cristina Fernández abrió las sesiones legislativas con un discurso de más de tres horas que fue transmitido y traducido en simultáneo, y que transformó a Remón y a sus colegas que señaban para el canal del Estado en blanco de una larga serie de ironías en Twitter.
#LaMuda bailó el "Aserejé" y nadie se dio cuenta.
Para mí a #LaMuda le llego su momento en una lista, que se yo… la gente ya la conoce.
¿A qué minuto, lo de #LaMuda empieza a calificar como Trabajo Esclavo? #CadenaNacional
              Sin embargo esa burla tuvo su contrapartida. Alguna gente empezó a aprender lenguaje de señas probablemente impulsada por la visibilidad que tuvo esta práctica en los medios. Hoy, por ejemplo, el primer módulo de la Asociación de SordoMudos La Plata tiene ochenta personas en comparación con los veinte compañeros que empezaron conmigo tres años atrás. Y la Municipalidad de Quilmes hoy cuenta con 190 inscriptos que estudian lenguaje de señas.
Pero no vine a hablar de eso con Remón. Vine a hablar de la ley.
¿Sabe un sordo qué es la ley?
Es difícil explicarle a un sordo qué es debido y qué no dice Remón en su despacho. ¿Lo aprende desde pequeño en su casa? A grandes rasgos, en temas penales, puede saber que el homicidio y el robo están mal pero en otros temas judiciales por lo general no es participe ni siquiera de conversaciones de este tipo y eso puede ser perjudicial para el sordo que puede cometer un acto de esa naturaleza sin saber que está mal, y después ir preso. Es el estado el que le tiene que dar la información adecuada.
            Remón es la encargada de explicarle a un sordo todo el procedimiento judicial de principio a fin. Sabe hacerlo, a grandes rasgos, porque su vida entera ha consistido en traducir el mundo. Remón es hija y sobrina de sordos. A los tres meses, como si la anotaran en un club de fútbol, sus padres la hicieron socia en ASAM, la Asociación de SordoMudos de Ayuda Mutua. Habló primero con las manos y después con la voz. Se crió en una casa sin radio y sin timbre. Y tuvo su primer acercamiento al lenguaje jurídico a los nueve años, cuando falleció su padre y hubo que interpretar la sucesión. No había nadie especialista en el tema y tuvo que ser ella misma la que tradujera el juicio.
La que iba a los despachos de los abogados era yo. También era la que siempre acompañaba a los amigos sordos de mi familia cuando tenían problemas con la ley —recuerda Mabel y mientras me muestra sus manos parece recordar aquella imagen grabada en su memoria. Se vio entre hombres de trajes oscuros traduciendo partidas de defunción en Tribunales y aprendiendo a mediar con la justicia. 
Con el paso de los años, se preparó para el ámbito judicial, terminó diplomándose como la única perito intérprete de sordos de Argentina y fundó ADAJUS.
—Desde entonces asisto a las personas sordas para que puedan defenderse y, en muchos casos, incluso para que sepan de qué se las está acusando explica Remón mientras atiende el teléfono. Es un celular rosa y tiene un mensaje de texto. Remón lo lee. Un sordo —dice después— la está necesitando.
***
Las manos de Mabel Remón son ágiles. Las mías —noto— también. Ya estoy en tercer año y con el tiempo y la práctica las manos se educan. Los dedos se moldean y se ablandan. E incluso, y aunque suene raro, uno hasta se termina acostumbrando a las manos de sus profesores. En primer año pasé por las manos rústicas de Gustavo —el pintor—, en segundo vinieron las manos delicadas de Laura y ahora me estoy habituando a unas nuevas, las de Sandra. Ella es la profesora del Taller de Interpretación que decidí anotarme este 2013, después de haber hecho por dos años el Curso de Auxiliares de la Comunicación en LSA.
 Sandra no escucha, pero habla hasta por los codos. Hacerlo se nota le significa un esfuerzo mental importante. Sandra es retacona y tiene el pelo castaño con rulos. Lleva colgado los anteojos al cuello y usa muchos anillos en sus dedos cortos. Las manos de Sandra vuelan. Con ellas —y con ayuda de su voz— Sandra cuenta que sus padres le contaron cómo empezó todo: fue su abuela la que se dio cuenta de que ella, Sandra, era sorda. Fue una noche de tormenta en su casa de Tres Arroyos. El viento golpeaba las ventanas, las gotas de lluvia caían fuertes sobre el techo y los truenos eran escandalosos. Su abuela, asustada, fue a ver cómo estaba su nieta en la cuna. Pero Sandra dormía plácidamente. Era una bebé de pocos meses.
                Luego de varios estudios los médicos confirmaron la sordera. La madre sufrió la noticia pero el padre no, ya estaba acostumbrado: su hermano y sus dos sobrinos también eran sordos.
«Este año cumplo veinte años de casada. Mi esposo es hipoacúsico y trabaja en una imprenta. Va perdiendo cada vez más la audición por los ruidos de las máquinas» me cuenta con sus manos y su voz trabada y gangosa.
Si pudieras hoy escuchar algún sonido, ¿cuál elegirías? le pregunto modulando bien los labios.
No hay dudas en su respuesta. Al instante contesta entre palabras y señas: “escuchar a mis hijos decirme MAMAAAAAAA”. Se toma el pecho. El grito se oye como la voz de una extranjera.
 De pronto escucho un chirrido insoportable. Lo veo a Julio, otro sordo de la Asociación, arrastrando una mesa con patas de metal. Y a Sandra que no entiende mi cara de dolor, y le explico. Sandra reta a Julio en broma, discuten —también en broma— y se golpetean las manos despacio, queriéndose callar el uno al otro. Acá las peleas son distintas: hay que callar las manos y el mayor ataque o la mayor defensa es dar la espalda y no mirar.
Sandra gira sobre su eje, sonríe y sigue con la clase. Hoy, dice, nos toca interpretar un cuento de terror. En breve me toca a mí. Tengo que contar con mis manos una historia que se llama “No confíes en él” que transcurre en una casa abandonada. No recuerdo cómo se dice la palabra “abandonada” en lenguaje de señas. Ni siquiera me acuerdo que me la hayan enseñado. Me pongo nerviosa. En este momento de pánico pienso en mis amigos, los que no entienden con qué necesidad estudio señas. Recuerdo cuando me dijeron “lo bueno es que a vos que te encanta viajar y conocer gente cuando te vayas a Europa y te cruces con un sordo vas a poder comunicarte”. Cuando les dije que cada comunidad sorda, en cada región, tiene su propia lengua de señas casi se caen de culo. Pestañeo varias veces y mi mente vuelve a la clase, como me distraje por unos segundos no sé que dijeron mis compañeros. Me como las uñas. Recuerdo que la LSA tiene la particularidad de poder ocultar poco los sentimientos. O sea que todos ellos se deben estar dando cuenta de mis nervios. En eso veo que Sandra me señala. Me llega la hora de pasar al frente. Me sueno los dedos y los muevo uno por uno.  Abro y cierro las manos, como haciendo una entrada en calor. Me acuerdo de lo que me han enseñado a lo largo de estos tres años. Ya está, me digo. A la palabra “abandonada” la voy a reemplazar por algo simple. Primero voy a hacer la seña de “casa”, le sumo las señas de los adjetivos “oscura” y “vieja”, pongo cara de susto y digo que en esa “casa-oscura-vieja”,  no vivía nadie. Acordate de lo gestual, me digo a mí misma. Y de repente, el resto del relato viene solo. Son cinco minutos, bailando con mis manos y las expresiones de mi rostro, en completo silencio. La cara de susto de mis compañeros me dice que la narración está surtiendo efecto. Suspiro aliviada.
Cuando hago la seña de “fin” todos celebran mi logro con sus manos al aire, aplaudiendo sin sonido. Como la primera vez que les dije mi nombre.

*Crónica publicada en Orsai en el marco del Taller de Crónica Periodística, a cargo de Josefina Licitra.