lunes, 16 de septiembre de 2013

Una voz en la noche busca señora para compañía (Parte II)

Si querés leer antes la parte I podés hacerlo acá.

La primera vez que hablaron fue por teléfono y por error. Él quería pedir un turno con el cardiólogo y marcó mal. Pero le gustó tanto la voz femenina que escuchó del otro lado que siguió llamándola todas las tardes durante tres meses. Un día caluroso de noviembre se encontraron en la Plaza Belgrano. Ella llevaba un libro para que él la reconociera. Era la primera vez que se veían.
Él –cuerpo fornido, frente ancha y orejas largas– vestía un saco oscuro que no le cerraba. Era ebanista y había enviudado hacía unos pocos años. Ella –petisa y con el pelo teñido de rubio– era modista y aunque le demandaba más tiempo enhebrar las agujas seguía haciéndose su propia ropa. Tenía el cutis hidratado, las uñas cuidadas y los labios color carmesí. Cada vez que podía se restaba más de once años. Y la gente le creía.
Ese día se comprometieron a ser compañeros. Ese día Oscar y Estrella tenían 81 años de vida y de mañas.
Sus primeras citas consistían en salidas a la plaza. Se sentaban en un banco mirando al sol. Hablaban de cualquier cosa. Él estaba bastante sordo y ella hablaba en voz baja. La mayoría de las veces los temas quedaban inconclusos y Estrella terminaba afónica. Otras veces, cuando Oscar recordaba mucho a su esposa fallecida, ella le cambiaba el tema abruptamente.
–A mí se me murieron ya tres maridos y no por eso voy a andar hablando todo el tiempo de ellos –les decía a sus amigas y aunque lo quería disimular se ponía celosa.
Se veían mínimo dos veces por semana. Mientras caminaban juntos por las calles empedradas del barrio sentían una oleada de vértigo. Iban despacio pero muchas veces alguno de los dos trastabillaba. Entonces el otro intentaba sostenerlo del brazo con fuerza y devolverle el equilibrio. Guardaban esos tropiezos como un gran secreto.
En los días fríos se veían en la casa de Estrella. Oscar iba siempre de traje y nunca con las manos vacías. Le llevaba tortas negras y masas finas para acompañar el té o uno vino para las empanadas caseras que ella le preparaba. Pasaban horas charlando y sentados en la misma posición; ella en la cabecera y él, a su derecha. Otras veces no tenían ganas de hablar. Entonces se quedaban en silencio y jugaban a las cartas. Y cuando comían mucho ella se acercaba al mueble del living, sacaba una botella y le convidaba una tapita de fernet puro.
–Tomá, es digestivo –le decía. Después le recordaba que ya era hora de que se fuera. Era militante del taza-taza. Pero cuando Oscar se iba a Jujuy por varios días a visitar a sus nietos Estrella se apagaba como una luz. A su regreso le decía que estaba más gordo, le palpaba los rollos y apoyaba su pequeña cabeza en la panza con una sonrisa. Era su forma de decirle que lo había extrañado.
A los 84 años a Estrella le diagnosticaron cáncer pero quería curarse. A los 87, ya no. Dejó de arreglarse. No le convencía la peluca que tenía. Le decía a Oscar que no quería que la viera así. Pero él iba igual. Las señoras que la cuidaban los dejaban un tiempo a solas. Se miraban intensamente hasta que él tomaba la iniciativa.
–¿Estás bien?
Ella se quedaba muda durante unos segundos esperando que él supiera ver en esos ojos frágiles una respuesta. Entonces hacía una leve mueca con sus labios que parecía sonrisa y le contestaba.
–Sí, estoy bien.
Casi siempre era mentira.
Las visitas eran cada vez más cortas. Él se acomodaba una silla al lado de su cama y le contaba cómo estaba el día afuera. Otras veces le leía el diario. Y otras simplemente le tomaba las manos llenas de venas blandas, azules y pinchadas y la miraba en silencio.
–Vení Oscar, acóstate al lado mío y dormí.
Él se sacaba los zapatos, se estiraba un poco el saco y se acostaba encima del acolchado. Ella lo agarraba fuerte de la mano y cerraba los ojos. Los dos roncaban.
 Un día en esas siestas largas Estrella soñó que sus seis hermanos muertos, vestidos de blanco, la venían a buscar. Cuando despertó supo que quería irse con ellos. Y desde aquel día hasta el último que estuvo consciente cada vez que Oscar la saludaba ella le respondía con un cálido gracias.
Se lo decía despacio y dulcemente sabiendo que podía ser la última vez que él escuchara su voz. 

*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra

5 comentarios:

Coti dijo...

hermoso gil, simplemente hermoso.
te quiero

Gilda Selis dijo...

Gracias Co! :)
te quiero más!

Anónimo dijo...

inevitablemente recuerdo cuando eras una nena y dijiste que querías ser escritora...te quiero mucho!

.María. dijo...

me encantó y hace mucho estaba manija con saber cómo seguía esta historia.
muy buenísimo

.María. dijo...

me encantó y hacía mucho que quería saber como seguía esta historia.
posta que me llevó y quería saber más y más.
abrazo