Si querés leer antes la parte I podés hacerlo acá.
La primera vez
que hablaron fue por teléfono y por error. Él quería pedir un turno con el
cardiólogo y marcó mal. Pero le gustó tanto la voz femenina que escuchó del
otro lado que siguió llamándola todas las tardes durante tres meses. Un día caluroso
de noviembre se encontraron en la Plaza Belgrano. Ella llevaba un libro para que él
la reconociera. Era la primera vez que se veían.
Él –cuerpo
fornido, frente ancha y orejas largas– vestía un saco oscuro que no le cerraba.
Era ebanista y había enviudado hacía unos pocos años. Ella –petisa y con el
pelo teñido de rubio– era modista y aunque le demandaba más tiempo enhebrar las
agujas seguía haciéndose su propia ropa. Tenía el cutis hidratado, las uñas
cuidadas y los labios color carmesí. Cada vez que podía se restaba más de once
años. Y la gente le creía.
Ese día se
comprometieron a ser compañeros. Ese día Oscar y Estrella tenían 81 años de
vida y de mañas.
Sus primeras
citas consistían en salidas a la plaza. Se sentaban en un banco mirando al sol.
Hablaban de cualquier cosa. Él estaba bastante sordo y ella hablaba en voz baja.
La mayoría de las veces los temas quedaban inconclusos y Estrella terminaba
afónica. Otras veces, cuando Oscar recordaba mucho a su esposa fallecida, ella
le cambiaba el tema abruptamente.
–A mí se me
murieron ya tres maridos y no por eso voy a andar hablando todo el tiempo de
ellos –les decía a sus amigas y aunque lo quería disimular se ponía celosa.
Se veían
mínimo dos veces por semana. Mientras caminaban juntos por las calles empedradas
del barrio sentían una oleada de vértigo. Iban despacio pero muchas veces
alguno de los dos trastabillaba. Entonces el otro intentaba sostenerlo del
brazo con fuerza y devolverle el equilibrio. Guardaban esos tropiezos como un
gran secreto.
En los días fríos
se veían en la casa de Estrella. Oscar iba siempre de traje y nunca con las
manos vacías. Le llevaba tortas negras y masas finas para acompañar el té o uno
vino para las empanadas caseras que ella le preparaba. Pasaban horas charlando
y sentados en la misma posición; ella en la cabecera y él, a su derecha. Otras
veces no tenían ganas de hablar. Entonces se quedaban en silencio y jugaban a
las cartas. Y cuando comían mucho ella se acercaba al mueble del living, sacaba
una botella y le convidaba una tapita de fernet puro.
–Tomá, es
digestivo –le decía. Después le recordaba que ya era hora de que se fuera. Era
militante del taza-taza. Pero cuando Oscar se iba a Jujuy por varios días a
visitar a sus nietos Estrella se apagaba como una luz. A su regreso le decía
que estaba más gordo, le palpaba los rollos y apoyaba su pequeña cabeza en la
panza con una sonrisa. Era su forma de decirle que lo había extrañado.
A los 84 años
a Estrella le diagnosticaron cáncer pero quería curarse. A los 87, ya no. Dejó
de arreglarse. No le convencía la peluca que tenía. Le decía a Oscar que no
quería que la viera así. Pero él iba igual. Las señoras que la cuidaban los
dejaban un tiempo a solas. Se miraban intensamente hasta que él tomaba la
iniciativa.
–¿Estás bien?
Ella se quedaba
muda durante unos segundos esperando que él supiera ver en esos ojos frágiles una
respuesta. Entonces hacía una leve mueca con sus labios que parecía sonrisa y le
contestaba.
–Sí, estoy
bien.
Casi siempre
era mentira.
Las visitas
eran cada vez más cortas. Él se acomodaba una silla al lado de su cama y le
contaba cómo estaba el día afuera. Otras veces le leía el diario. Y otras
simplemente le tomaba las manos llenas de venas blandas, azules y pinchadas y
la miraba en silencio.
–Vení Oscar,
acóstate al lado mío y dormí.
Él se sacaba
los zapatos, se estiraba un poco el saco y se acostaba encima del acolchado. Ella
lo agarraba fuerte de la mano y cerraba los ojos. Los dos roncaban.
Un día en esas siestas largas Estrella soñó
que sus seis hermanos muertos, vestidos de blanco, la venían a buscar. Cuando
despertó supo que quería irse con ellos. Y desde aquel día hasta el último que
estuvo consciente cada vez que Oscar la saludaba ella le respondía con un cálido
gracias.
Se lo decía despacio
y dulcemente sabiendo que podía ser la última vez que él escuchara su voz.
*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra
5 comentarios:
hermoso gil, simplemente hermoso.
te quiero
Gracias Co! :)
te quiero más!
inevitablemente recuerdo cuando eras una nena y dijiste que querías ser escritora...te quiero mucho!
me encantó y hace mucho estaba manija con saber cómo seguía esta historia.
muy buenísimo
me encantó y hacía mucho que quería saber como seguía esta historia.
posta que me llevó y quería saber más y más.
abrazo
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