¡La puta que vale la
pena estar viva! Voy cayendo a doscientos kilómetros por hora y sonrío. Luego
siento que el paracaídas se abre. Floto en el cielo. No sé a qué altura estoy.
O sí, pero no lo puedo pensar en metros. Estoy arriba de las nubes. Tengo puesto
un traje muy abrigado. En mi cabeza llevo un casco como el de la hormiga
atómica y unas antiparras que me aprietan tanto que pareciera que los que van a
salir volando son mis cachetes. Vuelo en posición horizontal, con los brazos a los
costados y con los dedos de las manos bien extendidos. El viento fuerte ejerce tanta
presión contra mi cuerpo que no me permite moverlos. Arriba mío tengo a un
desconocido. De él –y de un arnés– depende mi vida. Está sonrosado por el frío y tiene las mejillas elásticas pero no sonríe. La adrenalina no parece perturbarlo. Quizás
esté desmotivado como cualquier persona atada a su rutina. ¿Puede acostumbrarse alguien acostumbrarse a un
trabajo como éste? Vigoroso, él controla el paracaídas
desde el salto hasta el aterrizaje y no parece intimidado por ese sacudón de
libertad. Con su brazo derecho extendido y su mano izquierda cerca de mi mentón
protegiéndome, sólo le falta la capa para ser de éste un vuelo digno de un
superhéroe. Pero yo no lo miro.
Ni a él ni a la cámara. Y tengo los ojos bien abiertos. Todo es celeste a mi
alrededor. Disfruto de la inmensidad del cielo y
de las nubes que parecen campos de
algodón. Sonrío ansiosa por saber qué se
siente al cruzar esas nubes. Voy hacia
allá.
*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra
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