-¡CENTENARIOOO!
-grita el chofer del 129.
-Por fin -digo
mientras estoy en la fila en el Barrio de Once. Miro el reloj. Hace más de cuarenta
minutos que espero el colectivo y pasaron doce horas desde que salí de mi casa
en La Plata. Estoy
podrida de escuchar al pastor que predica a los gritos en la plaza: “Dios me
sacó del pozo negro en el que vivía…USTEDES…pueden salvarse también”.
Quierollegar-quierollegar-quierollegar es lo
único que pienso. Eso y en la siesta que me voy a dormir.
-Vamos, suban,
apuren -dice el colectivero con voz ronca mientras se arremanga la camisa. De
su cuello transpirado le cuelga un rosario de plata.
La
gente se amontona más rápido. Pasan varios pasajeros hasta que llega mi turno. Caigo
rendida en el primer asiento libre que encuentro y mientras intento reclinarlo
ya disfruto de la siesta de hora y media que me espera. La noche de ayer fue para
el olvido: ruidos extraños, pesadillas y piernas inquietas. Pero el asiento está
roto y puteo. Miro a mi alrededor pero ya es tarde para cambiarme de lugar y encima
me doy cuenta de algo. Mi compañera de asiento se apoderó del apoyabrazos con
total impunidad. Levanto la mirada y le clavo los ojos. Ella ni lo registra,
está embobada con su Blackberry.
Corro
la cortina violeta llena de pelusas y caramelos pegoteados y apoyo mi cabeza en
la ventanilla. También está sucia pero ya ni me importa. Me pesan los ojos, los
cierro y la voz del pastor que ofrece la salvación eterna del pecado la siento
cada vez más lejana...
-¡DALE DE
MAMAR, DALE DE MAMAR!
Me
despierto de un salto y con el corazón acelerado. No entiendo lo que pasa. La
que grita es una mujer canosa con tonada mexicana que está sentada a mi
izquierda, separada por el pasillo.
-No, madre. Es por el calor, ¡mira cómo
transpira! -responde una joven de tez oscura y ojos saltones. Encima de su
falda lleva una bebé de unos seis meses que llora desconsolada. Su cara está
roja, las venas de la cabeza hinchadas y el pelo empapado.
-¡Ay, ya,
ya no llores! Toma tu chipote chillón -dice y golpea un martillo amarillo y
rojo como el del Chapulín Colorado contra la cabecera. La mezcla del llanto y
el chirrido del martillo son irritantes. El hombre sentado adelante suyo se
retuerce en el asiento, tose fuerte, refunfuña. La bebé no se calma y revolea
el chipote.
-Dale de
mamar -insiste la abuela.
La
joven entonces saca la teta. Pero la bebé no la quiere y sigue llorando. La
madre no sabe qué hacer, la mece una y otra vez. Le saca los zapatos y las
medias que le aprietan. Está cada vez más colorada. Le sopla la cara y la
abanica con la tarjeta SUBE pero no para de llorar. Termina sacándole el body y
hasta el pañal. Se para y camina por el pasillo con la bebé en brazos. Todos
los pasajeros la miramos, transpiramos y esperamos que al menos no se cague.
Todos, menos mi compañera de asiento que sigue en la misma posición con el
celular en sus manos.
-Dámela a
mí…a ver qué tengo en la cartera, ven toma -dice rápido la abuela mientras saca
una botella de Coca-Cola. Está sin gas y caliente. La bebé la toma a las
apuradas, se chorrea la panza transpirada y de a poco se calma hasta quedarse dormida.
Ahora
suspiro aliviada, solo escucho el sonido tosco del motor del que mis oídos ya están
acostumbrados. Queda una hora de viaje. Me acurruco en el asiento ajado y
abrazo fuerte la mochila contra mi pecho. Lo que en verdad estoy cuidando no es
el sueldo que acabo de cobrar sino el frasco de Nutella que llevo adentro. Pienso
en el postre de esta noche y también consigo conciliar el sueño.
*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra
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