miércoles, 4 de septiembre de 2013

Arriba de las nubes

¡La puta que vale la pena estar viva! Voy cayendo a doscientos kilómetros por hora y sonrío. Luego siento que el paracaídas se abre. Floto en el cielo. No sé a qué altura estoy. O sí, pero no lo puedo pensar en metros. Estoy arriba de las nubes. Tengo puesto un traje muy abrigado. En mi cabeza llevo un casco como el de la hormiga atómica y unas antiparras que me aprietan tanto que pareciera que los que van a salir volando son mis cachetes. Vuelo en posición horizontal, con los brazos a los costados y con los dedos de las manos bien extendidos. El viento fuerte ejerce tanta presión contra mi cuerpo que no me permite moverlos. Arriba mío tengo a un desconocido. De él –y de un arnés– depende mi vida. Está sonrosado por el frío y tiene las mejillas elásticas pero no sonríe. La adrenalina no parece perturbarlo. Quizás esté desmotivado como cualquier persona atada a su rutina. ¿Puede acostumbrarse alguien acostumbrarse a un trabajo como éste? Vigoroso, él controla el paracaídas desde el salto hasta el aterrizaje y no parece intimidado por ese sacudón de libertad. Con su brazo derecho extendido y su mano izquierda cerca de mi mentón protegiéndome, sólo le falta la capa para ser de éste un vuelo digno de un superhéroe.  Pero yo no lo miro. Ni a él ni a la cámara. Y tengo los ojos bien abiertos. Todo es celeste a mi alrededor. Disfruto de la inmensidad del cielo y de las nubes que parecen campos de algodón. Sonrío ansiosa por saber qué se siente  al cruzar esas nubes. Voy hacia allá. 



*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra

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