miércoles, 4 de septiembre de 2013

La odisea de viajar en el Plaza


-¡CENTENARIOOO! -grita el chofer del 129.
-Por fin -digo mientras estoy en la fila en el Barrio de Once. Miro el reloj. Hace más de cuarenta minutos que espero el colectivo y pasaron doce horas desde que salí de mi casa en La Plata. Estoy podrida de escuchar al pastor que predica a los gritos en la plaza: “Dios me sacó del pozo negro en el que vivía…USTEDES…pueden salvarse también”.
 Quierollegar-quierollegar-quierollegar es lo único que pienso. Eso y en la siesta que me voy a dormir.  
-Vamos, suban, apuren -dice el colectivero con voz ronca mientras se arremanga la camisa. De su cuello transpirado le cuelga un rosario de plata.
La gente se amontona más rápido. Pasan varios pasajeros hasta que llega mi turno. Caigo rendida en el primer asiento libre que encuentro y mientras intento reclinarlo ya disfruto de la siesta de hora y media que me espera. La noche de ayer fue para el olvido: ruidos extraños, pesadillas y piernas inquietas. Pero el asiento está roto y puteo. Miro a mi alrededor pero ya es tarde para cambiarme de lugar y encima me doy cuenta de algo. Mi compañera de asiento se apoderó del apoyabrazos con total impunidad. Levanto la mirada y le clavo los ojos. Ella ni lo registra, está embobada con su Blackberry.
Corro la cortina violeta llena de pelusas y caramelos pegoteados y apoyo mi cabeza en la ventanilla. También está sucia pero ya ni me importa. Me pesan los ojos, los cierro y la voz del pastor que ofrece la salvación eterna del pecado la siento cada vez más lejana...
-¡DALE DE MAMAR, DALE DE MAMAR!
Me despierto de un salto y con el corazón acelerado. No entiendo lo que pasa. La que grita es una mujer canosa con tonada mexicana que está sentada a mi izquierda, separada por el pasillo.
 -No, madre. Es por el calor, ¡mira cómo transpira! -responde una joven de tez oscura y ojos saltones. Encima de su falda lleva una bebé de unos seis meses que llora desconsolada. Su cara está roja, las venas de la cabeza hinchadas y el pelo empapado.  
-¡Ay, ya, ya no llores! Toma tu chipote chillón -dice y golpea un martillo amarillo y rojo como el del Chapulín Colorado contra la cabecera. La mezcla del llanto y el chirrido del martillo son irritantes. El hombre sentado adelante suyo se retuerce en el asiento, tose fuerte, refunfuña. La bebé no se calma y revolea el chipote. 
-Dale de mamar -insiste la abuela.
La joven entonces saca la teta. Pero la bebé no la quiere y sigue llorando. La madre no sabe qué hacer, la mece una y otra vez. Le saca los zapatos y las medias que le aprietan. Está cada vez más colorada. Le sopla la cara y la abanica con la tarjeta SUBE pero no para de llorar. Termina sacándole el body y hasta el pañal. Se para y camina por el pasillo con la bebé en brazos. Todos los pasajeros la miramos, transpiramos y esperamos que al menos no se cague. Todos, menos mi compañera de asiento que sigue en la misma posición con el celular en sus manos.
-Dámela a mí…a ver qué tengo en la cartera, ven toma -dice rápido la abuela mientras saca una botella de Coca-Cola. Está sin gas y caliente. La bebé la toma a las apuradas, se chorrea la panza transpirada y de a poco se calma hasta quedarse dormida.
Ahora suspiro aliviada, solo escucho el sonido tosco del motor del que mis oídos ya están acostumbrados. Queda una hora de viaje. Me acurruco en el asiento ajado y abrazo fuerte la mochila contra mi pecho. Lo que en verdad estoy cuidando no es el sueldo que acabo de cobrar sino el frasco de Nutella que llevo adentro. Pienso en el postre de esta noche y también consigo conciliar el sueño.



*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra

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