miércoles, 26 de enero de 2011

¿Si el blog estaba cerrado por vacaciones? Mmm…podría mentirles y decirles que sí, pero no.

¿Si voy a escribir sobre mi reciente viaje? (Viaje al norte argentino con tres amigos) Mmm…sería lo más lógico pero tampoco.

Les recuerdo (o les informo a los nuevos lectores) lo que una vez dije en la presentación del blog : “En este espacio intentaré plasmar en palabras y con fotografías, mis experiencias viajeras. Desarmar frente a ustedes mi mochila. Aclararé a mis lectores que ésta bitácora no será cronológica sino que contaré viajes recientes, buscaré en los rincones de mi cabeza aquellos memorables viajes pasados y por qué no planearé los próximos”.

Los invito entonces a volver a viajar a Nueva Zelanda, allí donde me quedé; en aquella foto que decía: “Tercera semana en NZ en construcción”. http://mibitacoradeviajes.blogspot.com/2010_06_01_archive.html

Sí, lo sé... me colgué. Y mucho.

TERCERA SEMANA EN NZ
Hace un año atrás, allá por enero del 2010, con Jose decidimos recorrer el norte de Nueva Zelanda en uno de nuestros fines de semana libres. Rodrigo, nuestro amigo de Quilmes, se sumó al viajecito lo que nos vino de maravillas ya que además de su agradable compañía se convirtió en el conductor asignado (Manejar del lado izquierdo y por rutas desconocidas, al principio, no es tarea fácil).

La noche anterior dormimos en el departamento de Ro que quedaba en la ciudad y a dos cuadras del Rent Car para salir bien tempranito. Cenamos los fideos de siempre, los “Zafarelli,” que creo que el nombre lo dice todo. Y acompañados de unas frías cervezas Tui (las más económicas) y de música bizarra planeamos el itinerario del otro día.


-"Seguí por la 25 que ahora que se transforma en la 48, doblá la rotonda y de ahí cuatro kilómetros hasta Tutukaka. Pero la puta madre qué nombres más complicados: Kaiwara, Kawakawa, Ngunguru. No, Rooo, estás en el otro carril!!"

Como este diálogo hubo muchos, sumado al detalle que cada dos segundos había que mirar el mapa de nuevo porque se nos olvidaban los nombres muy rápido. Aunque la policía nos paró dos veces por algunas infracciones, nada pasó a mayores. Acá (o sea, allá en NZ)“Don billetín” no existe pero parece que el chamuyo argentino funciona.

De los paisajes recorridos en el camino no voy a comentar mucho; dicen que una imagen vale más que mil palabras. (Sí, frase muy pero muy trillada, ¿y qué?) Rescato los que más nos gustaron:

Langs Beach

Matapouri Beach Rainbow Falls

Wangharei Falls

Después de pasar por Whangarei que es la ciudad más importante del norte de Nueva Zelanda, llegamos a un pequeño pueblo rural llamado Kerikeri que se dedica enteramente a la recolección de cítricos y kiwis. Ahí nos reencontramos con los argentinos del avión que habían conseguido trabajo y nos hospedamos con ellos en KeriCentral, un hostel cuyos dueños eran una pareja de neocelandeses de alrededor de 20 años. Collin, así se llamaba el chico, usaba casi siempre una visera de costado. Alto y con varias adicciones conservaba intacto el alma de un niño (travieso). Me acuerdo cómo se reía cuando engañaba a la gente con una pistola de juguete que daba electricidad.

Luego de la cena de noodles (figurita repetida) y tras una cerveza que me habían prometido fuimos a un bar donde hacían una fiesta latina. Mucho “Asereje” y Macarena” (y todas esas canciones de carnaval de las fiestas de 15 que si te la pasan en La Plata es porque en breve muere la noche). Pero a la distancia todo es diferente. Entre tanta música en inglés daba placer bailar ese ritmo con los compatriotas, que se yo…esas cosas que no se explican mucho, un no se qué (diría Panigassi) que te acerca a tu país.

¿Quién dijo que los hombres no pueden volar?

De chica miraba las palomas de las plazas y me intrigaba por qué los humanos no podíamos tener alas. Quién no se preguntó cuando era niño cómo sería volar; cómo sería esa sensación en las alturas. Las dudas se me disiparon ese verano...

Fue inesperado, en esos días de viaje en que pareciera que a la mañana está todo fríamente calculado y a la noche nada salió como lo planeado. Me estaba por subir a un crucero por Bay of Islands, en la Isla Norte. Este lugar comprende un parque marítimo de 144 islas. Allí están las mejores playas del país; muchos Kiwis eligen este destino para sus vacaciones de verano.

Con clima subtropical y abundante vida marina, la arena de Bay of Islands es blanca; el agua, cristalina. Hay mucho viento, mucho. El crucero hasta “Hole in the Rock” y la experiencia de nadar entre los delfines en su habitat son las dos excursiones más populares del lugar. Por una cuestión económica había optado la primera opción: conocer el agujero natural entre las rocas.

El crucero ancló en el puerto de Pahia, la principal ciudad turística de la bahía. De allí parten los barcos de las excursiones, los ferrys y los charters de pesca. Mientras esperaba a subir, observaba la amplia variedad de cafés y alojamientos -desde backpackers hasta lujosos resorts- que ofrecía la avenida más importante.

—¡No subas! ¡Conseguí descuentos para hacer Skydiving… en media hora salimos para el aeropuerto! —me gritó excitada desde lejos mi compañera de ruta.

—¿Skydiving? ¿Cómo qué en media hora? Eso es... ¡ya!— contesté sorprendida mientras que por inercia miraba el reloj. Para tirarme en caída libre desde un avión a 15.000 pies de altura y a 200 kilómetros por hora, necesitaba mínimo una preparación psicológica.
—¿Por qué hoy? Si dijimos que lo íbamos hacer en la Isla Sur, al final del viaje…dentro de dos meses — pregunté confundida.

Se habían juntado varios factores: Josefina, mi amiga extremadamente ansiosa; las virtudes del paisaje y los descuentos económicos. Como Nueva Zelanda es la capital mundial de la aventura hay mucha competencia turística; decenas de guías cargados de mapas y fotografías salen a la calle y frenan a los viajeros para ofrecerles sus actividades extremas. Josefina, de ojos verdes achinados, había sido elegida y por dos saltos se abarataban mucho los costos (un salto con video y fotografía sale alrededor de 300 dólares). Ella, más valiente, no lo dudó y nos anotó. Había que aprovechar la oportunidad que se nos presentaba y acepté; aunque, confieso, un tanto temerosa.

Había llegado la hora del vuelo del bautismo.

Al llegar al Aeropuerto de Kerikeri, una mujer rubia de mediana edad nos obligó a firmar un certificado en el que nos hacíamos responsable de los posibles accidentes que pudieran ocurrir. Debo admitir que eso me crispó un poco los nervios. Seguía pensando que no estaba psicológicamente preparada. “Ni la ropa adecuada tengo, estoy de playa; allá arriba hace frío y hasta estoy en ojotas…se me van a caer”, pensé. La vestimenta no fue un problema, nos dieron un traje especial y debieron prestarme zapatillas (con muchas medias de por medio porque eran 39 y calzo 34).

En la sala de espera, un cartel grande y negro con letras grises alentaba a los que se animaban a esta aventura: (traducción:“No debo tener miedo. El miedo mata a la mente. Voy a superarlo y luego ya no será nada más que un simple recuerdo”)

La técnica y la postura que debíamos tomar durante el salto fue explicada a través de un video corto y muy didáctico. A medida que se acercaba mi turno, mis manos sudaban cada vez más y mis piernas comenzaban a tambalear. Hacía memoria y recordaba cada uno de los pasos que debía seguir. Mi amiga estaba cada vez más ansiosa pero parecía no tener miedo. Solo quería tirarse primera.

—Me da impresión verte caer a vos— me dijo con voz dulce mientras se acomodaba el casco protector.

En la avioneta viajaban además el piloto, dos instructores y dos fotógrafos. Era tan pequeña que sentados en el piso, no podíamos extender las piernas y se movía como un carro viejo. Carl, mi instructor, era calvo y bizco. Rondaba los 40 años y tenía un diente de oro. Su rostro no transmitía sensación de seguridad sino locura; se parecía al ladrón de Mi pobre angelito. Sin embargo, su personalidad lo compensaba. Con su carisma y sus bromas distraía y brindaba confianza durante el vuelo. Y ahí estaba, entregándole mi vida a ese desconocido que por un momento se convirtió en mi mejor amigo.

Mi compañera de aventuras se había subido primera al avión por el anhelo de tirarse antes pero había quedado lejos de la puerta. Como era tan pequeño no nos podíamos cambiar de lugar. A los 15.000 pies, abrieron la puerta. Carl y yo, atados por un arnés, sacamos los cuerpos afuera sosteniéndonos de la avioneta. El viento golpeaba con fuerza y las mejillas se habían vuelto temblorosas y rojas. El intenso frío helaba las narices y hacía que los ojos lagrimearan.

Carl me sujetó fuerte y en posición fetal nos arqueamos en forma de una banana. Recordé el video… luego de unas pruebas de bamboleo saltaríamos. Ya estaba en el baile pero no tuve tiempo ni de pensar…

—¡Banana, banana, a saltaaaaaaaar! —gritó de improvisto el profesional neocelandés.

Y Josefina me vio desaparecer entre las nubes blancas y pomposas.

Como un ave de sangre caliente, comencé a caer en caída libre a 200 kilómetros por hora durante un minuto. Fuertes sensaciones: emoción y adrenalina; vértigo sin miedo; pureza y diversión; velocidad y disfrute... cielo azul, alas e inigualable libertad.

Después de los 60 segundos más largos de mi vida, el instructor abrió el paracaídas y un sentimiento de seguridad se apoderó de mí. Al instante, los cuerpos helados se bambalearon con rapidez como en una turbulencia y las antiparras comenzaron a empañarse; estábamos atravesando las húmedas nubes.

Al ver aparecer las cientos de islas que antes había visto en los folletos y que desde esa altura se veían con tanta claridad, los ojos verdes y vidriosos se movían de un lado a otro sin parar. Durante quince minutos de planeo, sobrevolamos islas de variados colores que flotaban en el inmenso y oscuro Pacífico.

—Lo lograste chica— me dijo orgulloso Carl en un intento de spanglish cuando tocamos tierra firme.

Al llegar al hostel, aún me duraba la adrenalina y la excitación. Hacía varios días que no me comunicaba con mi familia. Decidí enviarles un e- mail: “No se infarten que salió todo bien. De las mejores cosas que he hecho en mi vida: Aprendí a volar.” Y por si no me creían, les adjunté la foto.

Video del salto: http://www.facebook.com/video/video.php?v=10150142288865232&saved#%21/video/video.php?v=10150142288865232

¡Párrafo aparte para Cape Reinga!

Al otro día me duraba la excitación por el Skydiving y aún nos quedaban un par de lugares más por conocer en el norte antes de emprender el regreso a Auckland. Con algunos argentinos y chilenos que también se sumaron pasamos por las playas que continuaban la línea de nombres maoríes graciosos. Paramos en la Península de Karikari donde la arena era blanca y tamizada como la harina (para mi gusto la mejor playa del país kiwi). Allá jugamos un partido mixto en el que mi equipo lamentablemente perdió.

Luego, fuimos al punto más al norte de la Isla Norte de Nueva Zelanda: Cape Reinga (a unos 450 km de Auckland). Para los maoríes, este lugar tiene un valor especial ya que la leyenda cuenta que desde allí parten los espíritus de los muertos hacia Hawaiki, donde llegaron los primeros maoríes a Nueva Zelanda.

A medida que íbamos subiendo, el rugir de las olas y el sonido del viento eran cada vez más intensos. Desde la altura se puede apreciar el encuentro turbulento entre las aguas del Mar de Tasmania y las del océano Pacífico. La vista del atardecer y el vibrar del agua al chocar las dos corrientes erizaba la piel. Una leve lluvia nos mojó pero al instante un arcoiris apareció detrás del faro y las gotas pasaron a segundo plano.

Mientras disfrutaba de unos ricos mates y una excelente compañía, el sol brillante en poco tiempo desapareció en el azul profundo para aparecer al instante, renovado, del otro lado del charco. Amanecía allá lejos, en mi país. Cerré los ojos, sentí el viento fresco en la cara y a mis seres queridos cerca, muy cerca.

Meses después, cuando en una mañana primaveral alguien me dijo para un feo momento "Pensá en tu lugar feliz", Cape Reinga apareció en mi mente.





Nuestra tercera semana terminó con la despedida de Rodrigo que se volvió al norte con los argentinos y chilenos donde había más probabilidades de conseguir trabajo. Pero antes hicimos otro "Must do it": El bar de hielo. Sí, ese que fue Marley. En el "Minus 5" todo es de hielo: los vasos, la barra, las esculturas y el sillón.
La joda loca, tragos riquísimos y regalados, la música a todo volumen y una cantidad de gente terrible (era lo que pensábamos, pero no, nada de eso). Sólo una entrada de 30 kiwis (eso dolió) , música electrónica, un trago asqueroso y nosotros tres con el barman (que por suerte no era de hielo!). Un frío intenso, tanto que no se soportaba aún con el traje térmico y por eso decidimos irnos de recorrida por otros bares.
Eso sí, lo bueno es que ahí nunca iba a faltar el hielo para el fernet.





Continuará…
En este viaje...¿SERÁ VERDAD QUE...
-Alguien dijo que entraba sin pasaporte a los bares y al final no pudo entrar a ninguno?
-A alguien no lo dejaban manejar tranquilo?
-Alguien tenía mucho miedo en la avioneta?
-Alguien en vez de nadar con los delfines tuvo que rescatar a un hombre que se ahogaba y después correr a los delfines?
-Alguien se quedó con las ganas de ir a Cape Reinga?
-Alguien jodía con ir a todas las cataratas?
-Alguien casi se cae a las cataratas?
-Alguien se cagó de frío en el bar de hielo?
-Vieron a la Trunchatoro de Matilda comiendo un pancho?
-Los pájaros kiwis son sólo un mito?