miércoles, 22 de mayo de 2013

Una voz en la noche busca señora para compañía

A la mañana la manicura le había pintado las uñas largas de color carmesí. También ese día había ido a yoga y se había teñido ella misma el pelo de rubio. Se preparaba para la noche del sábado; había baile en el Club de los jubilados.
Mientras se acomodaba los ruleros frente al espejo sonó el teléfono. “Debe ser la nena” pensó. La “nena” era su única hija, una mujer de casi cincuenta años que la llamaba todas las tardes para ver cómo estaba.
Caminó con pasos cortos, en desabillé y pantuflas, y atendió. Escuchó la voz de un hombre muy mayor que le pedía un turno con un médico.
—No señor, equivocado —respondió de forma seca, casi automática. La llamaban por error varias veces a la semana.
—¿Hablo con el Instituto Cardiovascular de la calle 13?
— No, no es aquí. ¿Con qué número quiere hablar?
—¿Cómo dice? Disculpe, no la escuché bien —respondió el hombre. Tenía la voz rasgada y se lo escuchaba desconcertado.
—Le pregunté a qué número quiere llamar —ella alzó la voz.
—Me dijeron que pida un turno al  433-36-64.
—Claro pero esto es una casa particular, no una clínica. Usted marcó el 4-3-3-3-3-6-4 —le dictó.
—Ah, disculpe la molestia, muchas gracias.
—No se preocupe, pasa todo el tiempo, mucha gente se confunde porque hay muchos números tres.
—Entonces volveré a marcar, gracias de nuevo, no me ha dicho su nombre…
—Élida —mintió. O no. En realidad era su segundo nombre pero nadie la llamaba así. Todos la conocían por su primer nombre: Estrella. A los 81 años de edad, y acostumbrada a ver en la televisión las noticias de jubiladas estafadas con “el cuento del tío”, tomaba algunas precauciones. Al fin de cuentas el hombre era un desconocido.
Pero el desconocido luego se presentó con nombre y apellido: Oscar Quincoces. Y la piropeó.
—Qué linda voz tiene, Élida.
Hablaron un rato largo. Fue a fines de agosto del 2006.
Antes de cortar, Oscar le preguntó si podía volver a llamarla otro día para seguir conversando. La respuesta de Estrella fue tan frontal como su personalidad.
—Llame, total usted es el que gasta.
Esa misma noche con neblina, acostada en la cama, y escuchando un tango escribió en su diario: “Hoy llamó un desconocido, Oscar, 81 años, una voz en la noche busca señora para compañía”. Lo que no sabía en ese momento era que tres meses más tarde se encontrarían en una plaza. Ella llevaría un libro en su mano para que él la reconociera y él—contaría Estrella riéndose años después—tendría puesto un saco oscuro que no le cerraba. Tampoco sabía esa noche previa a la tormenta de Santa Rosa que ella volvería a escribir en ese mismo renglón del cuaderno y que agregaría: “Nos enamoramos”.  

  
[Foto sacada en el 2010. Festejando los 85 años de Estrella]

*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra

lunes, 20 de mayo de 2013

A las corridas por Mar del Plata


A este ritmo vamos a perder el colectivo dijo Josefina mientras estábamos tiradas como focas en las playas del sur de Mar del Plata.
Uy, sí. Mejor levantemos campamento ahora contestó Paz. Con mis tres amigas agarramos las lonas, guardamos el equipo de mate y salimos a buscar el auto para ir a la Terminal. Nos movimos en manada, sacudiéndonos la arena. Había tanta gente que era imposible contar un secreto sin que lo supieran todos.
Tomamos el camino de la costa para apreciar la vista de “La Feliz" pero fue la peor decisión. La costanera estaba repleta: había autos, remises, autobuses y hasta trencitos de la alegría con hombres araña bailando. El sol nos pegaba de frente y el aire estaba viciado; olía a pochoclo quemado. Pasados unos veinte minutos sólo habíamos avanzando un kilómetro. Paz, la única marplatense, tocó bocina y cambió de carril varias veces, sin éxito. Miramos la hora: el colectivo salía en quince minutos. Ella conocía un atajo. A la mierda la vista desde la costanera, el mar, la espuma de las olas y los veleros. Hizo una maniobra brusca, metió varios cambios, se le salieron las ojotas, cruzó la avenida costera y finalmente aceleró por una calle escondida. Recibió insultos de todos lados. Hacía pocos meses que había sacado el registro de conducir.  
En el camino pensamos la estrategia. Pilar correría a la plataforma para parar al conductor. “Llorá si es necesario” le sugirió Paz mientras le daba los pasajes. Ella buscaría dónde estacionar y yo agarraría los bolsos.
—Chicas esperen, necesito comprarme un jugo de naranja, me siento maldijo sudando Josefina, diabética desde los tres años. Sabía que estaba teniendo una hipoglucemia y que necesitaba tomar algo dulce para recomponerse.
Cuando llegamos las cuatro nos dispersamos. Josefina salió corriendo en busca del jugo. Pilar gritó: “Paren, paren” y consiguió frenar al conductor que ya estaba arrancando.  No llegó a llorar pero tuvo que apelar al golpe bajo contando la enfermedad de su amiga.
Mientras tanto yo sacaba apurada todas las cosas del baúl y no me alcanzaban las manos. Agarré las tres mochilas, me enrollé en las muñecas las mallas que quedaron sueltas, y hasta llegué a morder unas ojotas llenas de arena. Todavía me quedaban la  sombrilla y las reposeras. Corrí lo más rápido que pude y me choqué con un vendedor ambulante que me miró con odio. Se me iban cayendo las cosas en el camino. Las tiras de las mochilas me raspaban, me hacían arder los hombros colorados y el bronceador de zanahoria me empezaba a chorrear por la axila.
Ahí vienen gritó Pilar al chofer. Josefina llegó al mismo tiempo con su Cepita en la mano y recuperando el tono natural de su piel. Las tres subimos al micro con torpeza y sin mirar hacia atrás.
 A Paz nunca la despedimos. No sabemos si encontró lugar; creemos que todavía no sabe estacionar. Ojalá la policía no la haya detenido porque cuando llegamos vimos que en el apuro nos habíamos llevado su carnet de conducir. 

*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra

viernes, 10 de mayo de 2013

Puteadas y abrazos de gol


—¡En el bosque me enamoré de ti / en el bosque yo me voy a morir! —cantaba un hincha de Gimnasia y Esgrima de La Plata colgado del alambrado. Estaba con el torso al aire, era muy joven y en su omóplato se veía un lobo aullando a la luna llena.

¡¡Pero corré pendejo!! ¿No ves que a este jugador hay que matarlo?gritó a su lado y con voz ronca un hombre pelado de más de sesenta años. Con las manos manchadas de nicotina estrujaba un piluso deshilachado.

Uh señor… córtela un poco, ¡hay que alentar viejo! Dalee loo, dale loo…
Cortala las pelotas, hace todos los pases mal, no corre, no define, es un perro.
Pero pobre pibe, déjelo tranquilo que se crió en el club dijo el chico tocándose con orgullo el pecho. 
Ese no siente la azul y blanca, ¿vos viste la animalada que acaba de hacer ahí? —preguntó señalando el área chica de la cancha.
¿Pero qué puede hacer? Si lo dejan solo, todo el partido bardeando a los jugadores, insoportable, cállese la boca por favorcontestó el pibe mientras escupía con bronca semillas de girasol.
Un poco de respeto, a mi no me callas pendejo eh, tendrás muchas pesas encima pero también mierda en la cabeza,  ¿cómo no los voy a putear si son todos unos muertos? ¡No zafa uno!
¿Y para qué vino? ¡Para eso se hubiera quedado con su mujer mirándolo desde el sillón! Parece pincha...
¿Qué me decís amargo? Nunca te vi en esta ochava, ¿sabes los años de tablón que te faltan a vos, pendejo?  ¿Ves este piluso? Lo usó mi viejo, que en paz descanse, en la época del Expreso en el ´33 el hombre se ponía cada vez más colorado.
¿Y usted qué carajo sabe? Yo me voy a todos lados con los pibes de la filial, no sabe los kilómetros que recorrió este trapo dijo el chico mientras agitaba una bandera con la inscripción: “Barrio San Carlos”.
Y yo también, hijo. Al lobo lo sigo desde que nací, me conozco todas las canchas del país pero son una vergüenza; uno paga la cuota como un boludo y mirá cómo te lo devuelven.
Pará, mirá eso –ambos hacen silencio-. Dale loco, pegále con la zurda gooooooooooooooooooooollllllll, ginasiá, ginasiá!
Goooooolll, vamos lobo carajo, ¡¡¡goooll!!!!. Qué grande este pendejo. Qué jugador, yo te decía, mirá cómo la clavó en el ángulo, ídolo, vení, disculpame querido. ¡Dame un abrazo!
Bueno, bueno viejo, cálmese que le va a agarrar un ataque al bobo.
*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra

jueves, 2 de mayo de 2013

La espera

“Tu hermano llega en cualquier momento” decía el mensaje de texto que me había mandado mi viejo. No podía dejar de sonreír. Sentí que el estómago se me estrujaba igual que cuando aprieto con fuerza el tubo del dentífrico cada fin de mes. Había esperado ese momento por veinticuatro años.
Miré el reloj. Eran las once de la noche del 24 de enero del 2012. Caí en la cuenta. El pasaje a Necochea que estaba en mi mesa de luz tenía fecha para el 26 a la madrugada. Se suponía que mi hermano llegaba el 28 y yo para ese entonces iba a estar ahí esperándolo. “¿Por qué venís antes? Aguantame que quiero estar para recibirte”: hablaba sola.
Me tomé un taxi con la esperanza de subirme pronto a un ómnibus. “A la Terminal. Rápido, por favor, rápido” le grité al conductor mientras manejaba por 7 y 32. Se lo dije pensando en el tráfico de todas las mañanas y casi saco un pañuelo de papel por la ventanilla, por si acaso. Pero era enero en La Plata y no había nadie en la ciudad.
Cuando llegué el boletero de El Rápido Argentino me dijo las palabras que no quería escuchar: “No hay más lugares”.
Volví a casa con desilusión. Veinticuatro años hacía que estaba esperando a mi hermano. Toda una vida. Y ahora que tenía que esperar apenas veinticuatro horas para verlo me temblaban las manos como nunca. Me acosté imaginando ese encuentro pero después no pude conciliar el sueño. Me enredé en las sábanas. Transpiré. Y un mosquito me zumbó en la oreja toda la noche.
Al otro día, mientras armaba el bolso, miré la foto del portarretrato del escritorio. Estábamos papá y yo. Él tenía 37 años y la barba sin canas. Yo estaba sentada a upa y sonreía con mi boca sin dientes. Llevaba puesta una camiseta de Gimnasia y Esgrima de La Plata –del Lobo- que se la había pedido para mi cumpleaños de seis. 
Me acordé entonces de la remera que había comprado días atrás en Lobo Shop. Era el regalo de bienvenida para mi hermano, pensando en cuando fuéramos los dos a la cancha con papá. Cuando estaba guardándola en el bolso sonó mi teléfono. El pecho se me infló de orgullo al leer el mensaje del viejo:
“Ya nació Leandro en el primer pujo. 10.20 hs. 4,300 kg. Salió todo bien. Dice que quiere conocer a su hermana”.

Foto de nuestro primer encuentro
*Este texto es un ejercicio del Taller de Crónica Periodística de la Universidad Orsai, a cargo de Josefina Licitra