Es
la cuarta vez que piso el suelo montevideano. Tengo poco tiempo para recorrer
la ciudad y antes de volver a ver los lugares turísticos que ya conozco decido
salir a caminar por ahí sin rumbo fijo. Llevo conmigo tres fieles compañeros de ruta: el equipo de mate (como buena argentina) un cuaderno de viajes y la
cámara de fotos.
Lo
único que sé es que en algún momento tengo ganas de llegar a la rambla. Quiero sentarme
a mirar el Río de La Plata, el más
ancho del mundo. Es un
martes de primavera pero a las once de la mañana hace tanto calor que parece
verano. Necesito sacarme las zapatillas y pisar la arena. Extraño la sensación
de poner los pies sobre el agua.
Porque Montevideo tiene eso de especial. Si bien es la capital de un país, no lo parece. Mientras que Buenos Aires le da la espalda al río, Montevideo lo mira. En Montevideo no se escuchan bocinazos y los pocos que se oyen son entre colectiveros que se saludan. Los uruguayos caminan despacio, con el ánimo bien relajado y con un termo –que parece pegado con la gotita– debajo del brazo. Hay algo de ese clima tranquilo que se contagia, me desacelera y me relaja.
Porque Montevideo tiene eso de especial. Si bien es la capital de un país, no lo parece. Mientras que Buenos Aires le da la espalda al río, Montevideo lo mira. En Montevideo no se escuchan bocinazos y los pocos que se oyen son entre colectiveros que se saludan. Los uruguayos caminan despacio, con el ánimo bien relajado y con un termo –que parece pegado con la gotita– debajo del brazo. Hay algo de ese clima tranquilo que se contagia, me desacelera y me relaja.
Camino
en dirección al río. No sé con qué me voy a encontrar en el camino pero me pongo
en modo viajero ON y elijo al azar una calle que se llama Juan D. Jackson.
Camino y observo. Miro para arriba y miro para abajo pero sobre todo miro para
mis costados y empiezo a recorrer la ciudad a través de sus paredes.
Hace ya varios viajes, sobre todo desde el último a Valparaíso, que me detengo a fotografiar el arte urbano de cada lugar. En vez de entrar a museos que suelen aburrirme prefiero estos museos de arte viviente, al aire libre, llenos de mensajes políticos, sociales o decorativos. Muchas veces son estas expresiones callejeras las que más muestran la cultura local y las que miden el termómetro del momento social que se está viviendo en un lugar. Esos momentos que no aparecen retratados en los museos tradicionales.
Cada dos o tres cuadras sobre la calle Jackson descubro un montón de paredes
pintadas. En los murales hay variedad de técnicas, de colores y de estilos.
En Ciudad Vieja |
¿Qué te pasa Montevideo que estás sedienta de amor?
En el camino también encuentro grafittis graciosos y creativos, esos que cuando dos personas desconocidas lo leen al mismo tiempo hacen que se unan en una sonrisa cómplice.
Cuando pienso que voy a dar por terminado el paseo de la mañana decido cruzar el
Parque Rodó, uno de los principales parques de Montevideo. Pero allí
otra intervención callejera me sorprende y esta vez puedo ver cómo la
realizan en vivo y en directo. Sobre una mesa improvisada hay varios tachos de
pinturas con colores fuertes, pinceles nuevos, otros gastados y varios bocetos
de dibujos. Siete artistas están pintando lanchas.
Esta movida pertenece a un proyecto independiente que se llama “1lancha, 1 artista” y es una iniciativa que invita a treinta artistas
a pintar las treinta lanchas del lago del Parque. La intención de las realizadoras
Melina Scherzer, Julia Saldain, Antar Kuri y Verónika Herszhorn es mejorar
y renovar el parque, y al mismo tiempo, aprovechar este espacio para el
intercambio artístico y cultural.
Una buena guía de obras callejeras para los turistas y los locales así como también para los mismos artistas quienes en especial saben lo vulnerable y efímero que pueden ser sus obras.