Amo
estos días nublados y lluviosos. No entiendo cómo hay gente que se enoja cuando
llueve. Se ponen de mal humor. Corren. Huyen. Se atajan como si el agua de las
nubes los fuera a achicar. Es agua… ni más, ni menos.
Los
días grises son los que más me traen recuerdos. Días en los que creo
que mis sentidos se despiertan de una vez por todas, de golpe, como si hubiesen estado dormidos por
meses. Huelo ese olor particular a tierra mojada que se acerca y las tortas
fritas que me hacía mi abuela los domingos lluviosos como si estuvieran ahora en
mi mesada, cubiertas de azúcar y listas para comer. Las saboreo. Escucho caer las gotas que golpean suavemente en
mi ventana. Salgo a caminar y disfruto del viento que me acaricia la cara. Me
despeina. Busco charcos de agua acumulados en las esquinas empedradas. Tengo que tener cuidado de no chocarme con la gente ni
de tropezar por estar mirando el piso. Me quedo pensando, tildada.
Me teletransporto a Auckland. En mi
mente se suceden paisajes, personas que van y vienen. Allá llueve, llueve como
hoy. Camino por el Auckland Domain, el parque más antiguo de aquella ciudad neozelandesa.
Llevo un paraguas a lunares que aún conservo. Escucho
el canto de los pájaros y las ramas de los árboles que se bambolean por el
viento. Las gotas se vuelven más densas y me mojan las zapatillas. Me acerco
más a la calle y siento otros ruidos: los autos, el colectivo, las
conversaciones de las personas que caminan por la vereda, el ruido de una
fuerte bocina o no…es un timbre…el de mi casa… Las gotas aún caen en la ventana
y el café con leche calentito está servido. Huele muy bien, como estos hermosos
días grises…